Muchos olivos se consideraban sagrados en Atenas, y arrancar uno suponía incurrir en un delito de impiedad. Estos olivos sagrados, elegidos no sabemos con qué criterio, se rodeaban de una empalizada para señalarlos y protegerlos. Según el testimonio de Aristóteles (Constitución de los atenienses), antes de su época «si alguien arrancaba un olivo o lo cortaba, le juzgaba el Consejo del Areópago, y si lo condenaban, lo castigaban con la pena de muerte». Se trata de un género de procesos muy atractivo para los sicofantas, dedicados a denunciar delitos, pues en caso de perder no debían pagar la multa correspondiente.
Este proceso en concreto no es, exactamente, por arrancar un olivo, sino por arrancar el sekós. Este término hacía referencia originalmente a la empalizada que lo protegía, pero por una traslación de sentido vino a significar el tocón o tronco sin ramas ni hojas que, aun privado de fruto, todavía seguía consagrado a la diosa. Así pues, aunque el tribunal que lo juzga sigue siendo el Areópago, la pena no es de muerte sino de exilio y confiscación. Los hechos ocurrieron durante el arcontado de Suníades (397/396 aC), y aunque según se dice en el discurso fueron denunciados «mucho tiempo después», esto podría no significar más de un año.
Es muy posible que naciera de la pluma de Lisias, tanto por la organización del material y la caracterización del personaje como por ciertas fórmulas retóricas aparecidas en otros discursos a él atribuidos.
En el exordio, el acusado se presenta como un hombre pacífico arrastrado a su situación por la codicia de los sicofantas. La narración consiste en la enumeración de los propietarios y arrendatarios de la finca, cuyo testimonio demostrará que desde que el acusado la adquirió nunca hubo ningún olivo sagrado. Luego, y aunque con esto parecería suficiente, llega una larga argumentación en la que el orador va desmontando la acusación mediante una cadena de entimemas, ocasionalmente interrumpida por ataques directos al acusador. Sus argumentos se basan en lo absurdo del delito, al considerar: las ventajas (nulas) y las desventajas (gravísimas); y el hecho de que podría haberlo hecho sin riesgo en cualquiera de sus otras fincas o en la caótica época de los Treinta. Para atacar al acusador como sicofanta se basa en que no acudió con testigos, y en que no aceptó someter a tormento a los esclavos (que era lo habitual). Culmina, como es habitual, con una enumeración de los méritos del acusado y sus aportaciones al Estado, y una apelación a la piedad de los jueces aludiendo a la penuria en que quedaría su madre.
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