Eteocles y Polinices heredan el trono a la muerte de su padre, Edipo (cuya historia, junto a la de Layo, es narrada en las dos primeras tragedias de la trilogía que finaliza con Los Siete contra Tebas y es retratada por Sófocles en Edipo Rey y Edipo en Colono). Ambos acuerdan turnarse en el gobierno cada año, pero Eteocles se niega a cedérselo a su hermano cuando le corresponde. Polinices acude a conquistar la ciudad con ayuda de seis jefes argivos. En este álgido momento tiene lugar la obra.
Esta vez sí que hay prólogo: Eteocles se muestra en él seguro de sí mismo.
En efecto, si lográramos éxito, la gente diría que la causa de ellos es un dios; pero, si, al contrario -lo que no suceda-, ocurre un fracaso, Eteocles, único entre muchos, sería cantado por los ciudadanos con himnos, sin cesar repetidos, y lamentaciones.
Llega el corifeo (como un explorador) para anunciar que el enemigo está ya ante los muros: se oye el ruido de escudos y de lanzas. Aparece el coro, formado por jóvenes tebanas que imploran la ayuda divina; Eteocles las increpa.
Dioses protectores de la ciudad, venid, venid todos, ved este batallón de doncellas que vienen en súplica de que las libréis de la esclavitud.
No te prohíbo que rindas honores al linaje de las deidades, pero, a fin de que no infundas cobardía en los corazones de los ciudadanos, estáte tranquila y no reboses excesivo miedo.
Grita la ciudad, al irse quedando vacía, mientras el botín de mujeres camina a su perdición entre un confuso vocerío.
Luego se suceden una serie de escenas simétricas: el Mensajero describe, uno a uno, a los héroes que atacan cada puerta; Eteocles contesta despectivo y designa un defensor para cada una.
El resultado lo decidirá Ares con sus dados; pero es la justicia de defender a su misma sangre la que lo envía a la vanguardia, para alejar la lanza enemiga de la madre que lo engendró.
No se va a retirar de la puerta lleno de miedo por el ruido salvaje de los relinchos de unos caballos, sino que o muerto abonará a su tierra lo que le debe por su crianza, o apoderándose de ambos guerreros y de la ciudad representada sobre el escudo, adornará con sus despojos la casa paterna.
En la última puerta, el propio Eteocles hará frente a su hermano Polinices. El coro le suplica que no luche.
¡Ay de mí, ahora llegan a su cumplimiento las maldiciones de nuestro padre!
Hijo de Edipo, el más amado de los varones, no te iguales en ira al que anda gritando perversidades.
En cierto modo ya estoy abandonado de los dioses. Sólo se mira con admiración el favor que les hago si muero.
Nadie puede evitarlas, si los dioses envían desgracias.
Ya está llegando a su cumplimiento la abrumadora liquidación de las maldiciones antaño imprecadas. La perdición viene a cumplirse, no pasa de largo.
Llega el Mensajero para narrar la muerte de los dos hermanos.
Ambos tuvieron un destino común por completo, el destino precisamente que está llevando a la perdición a ese linaje infortunado.
El canto de duelo del coro es seguido por el cortejo fúnebre, con las dos hermanas, Antígona e Ismene, acompañando a los cadáveres.
No cabe duda; estoy pensando que del interior de sus profundos pechos amables proferirán un canto fúnebre por sus hermanos, en consonancia con su dolor.
Así, tanto el que con un ejército enemigo ha atacado a la ciudad como el que violó el pacto mueren: dos semijusticias que son derrotadas. Pero Creonte, el nuevo gobernante, ha decretado que el traidor no reciba sepultura: un heraldo lo anuncia al cortejo, aunque Antígona se muestra dispuesta a desobedecer. Esta parte quizá sea un añadido (ajeno al autor) que prepara la Antígona de Sófocles.
Por eso, alma mía, pon tu voluntad al servicio del que ya no la tiene y participa de sus infortunios. Vive para el muerto con un verdadero corazón de hermana. No van a devorar sus carnes los lobos de vientre famélico. ¡No lo piense nadie! Antes, al contrario, aun siendo mujer, una fosa y túmulo voy a procurarle. Me lo llevaré entre los pliegues de mi veste de lino y yo sola lo enterraré. Que nadie imagine lo contrario. Mi resolución hallará algún medio de hacerlo.
Los rasgos más interesantes de la obra son: la angustia frenética del coro, el ruido del ejército asaltante ante las puertas, la retórica descripción de las amenazas y los escudos..., y el espectáculo terrible de la ciudad sitiada, del odio de los reyes y de la paz impuesta a través de la muerte.