Larguísimo diálogo, que triplica en extensión a los anteriores. En esta obra Platón se propuso el estudio de lo justo y de lo injusto. Su objeto es demostrar la necesidad moral de regir toda conducta según la justicia, así para el Estado como para el individuo.
El plan es muy sencillo, si bien aparece muchas veces interrumpido por la libertad con la que se mueve el diálogo: considerando el Estado como una persona moral, semejante salvo en proporciones a una persona, Platón hace ver a grandes rasgos la naturaleza propia y los efectos inmediatos de la justicia. El ideal de una sociedad perfecta y dichosa consistiría en que la política esté subordinada a la moral. Luego se emprende la misma indagación con relación al alma, llegando al mismo resultado. La ley de la sociedad y de las almas sería por tanto que la virtud va unida a la felicidad, y la desgracia a los vicios. Esta ley tiene su sanción suprema en una vida futura.
Sin embargo, gran parte del recorrido del diálogo se realiza definiendo el Estado ideal de Platón, con todas las características que debieran modificarse en la sociedad para llegar a la unidad absoluta y a la perfección, fundamentada en la búsqueda del bien en sí.
La obra está dividida en diez libros, aunque esta estructura no responde en general a cambios temáticos o situaciones nuevas, sino que al parecer se debe al trabajo de los estudiosos de época alejandrina. Les presentamos el argumento detallado de los cinco primeros libros, dejando los otros para una
nueva entrada.
Libro I
Después de un preámbulo sencillo, relativo a una fiesta religiosa, y tras algunas palabras de cortesía que median entre los ancianos Céfalo y Sócrates, se ve éste tentado a discutir varias definiciones de la justicia, sucesivamente con el propio Céfalo, con su hijo Polemarco y con el sofista Trasímaco. Las preguntas, réplicas y algunos argumentos de Sócrates resultan irónicos, y algunas veces sofísticos. La justicia no es simplemente decir la verdad y dar a cada uno lo que de él se ha recibido, pues no es justo decir la verdad sobre su estado a un hombre loco o darle sus armas. Tampoco es hacer el bien a sus amigos y el mal a sus enemigos, lo que puede funcionar en tiempo de guerra, pero no en la paz, y a esto se añadiría la dificultad de conocer a amigos y enemigos. Ni puede identificarse la justicia con el interés del más fuerte, ni al más dichoso con el hombre injusto, pues a la injusticia habría que asociar con la fuerza, la virtud, la belleza, la destreza y el bien. Definitivamente, en todo este capítulo, según Sócrates, nada se ha aprendido de la justicia en sí misma.
Porque el mayor castigo para el hombre de bien, cuando rehúsa gobernar a los demás, es el verse gobernado por otro menos digno; y este temor es el que obliga a los sabios a encargarse del gobierno, no por su interés ni por su gusto, sino por verse precisados a ello a falta de otros, tanto o más dignos de gobernar.
Libro II
Aparecen aquí dos doctrinas antagónicas: el materialismo, que sostiene un sistema de egoísmo absoluto, y frente a él una línea de pensamiento que toma la justicia como regla de conducta. De esta forma se averiguará si vale más ser justo que injusto, partiendo de la naturaleza de la justicia y la injusticia, y sus efectos inmediatos sobre el alma. Glaucón deja a Sócrates el cuidado de hacer prevalecer la causa justa, mientras por su parte toma los argumentos de la escuela materialista para defender la injusticia. Así, alega que sufrir injusticia es un mal (mayor que el bien de cometerla), y establece que las leyes nacieron de los débiles, agrupados para protegerse contra los fuertes. La justicia no existe por naturaleza, sino por la ley, y no se la quiere como un bien por sí misma, sino que se la sufre como impuesta. Adimanto toma la palabra para continuar con esa apología de la injusticia, poniendo como ejemplo que la educación se basa no en la justicia misma, sino tan sólo en el renombre de hombre justo: consideración, dignidades, alianzas honrosas y otros favores semejantes. Se dice que el hombre justo es mejor que el malo; pero se alaba la condición de este último, rico y poderoso, y se desprecia a aquel, débil e indigente.
Sócrates intenta indagar sobre la naturaleza de la justicia en los Estados, para luego extrapolar sus resultados a las almas de todas las personas. En primer lugar, fundamenta el Estado en todas las necesidades de la humanidad, primero las materiales, luego las intelectuales y morales. Así, el Estado nace al agruparse unos pocos individuos, que ejercen industrias diferentes (labrador, arquitecto, tejedor, zapatero), y se agranda por la necesidad de nuevas industrias que auxilien a las primeras (carpintero, herrero, pastor...). La manera de vivir, arreglada mediante una constitución, será laboriosa, frugal, religiosa y, por tanto, feliz. Esta sociedad, algo primitiva, conviene a hombres sencillos, pero no está en relación con la multitud de necesidades que trae la civilización. Así llegan nuevas industrias: pintor, músico, poeta, rapsoda, actor, empresario, obreros diversos, médico... El Estado no está ya sano, sino lleno de humores debido a la vida placentera (camas, condimentos, perfumes), y es preciso aumentar sus límites a costa de los Estados vecinos. De aquí la guerra y la necesidad de los guerreros, defensores del Estado. Éste es su primer modelo de Estado, y la primera reforma se centrará en el plan de educación de los guerreros: los jóvenes que sean dulces con los compatriotas, irascibles con los enemigos, y dispongan del deseo de aprender, serán educados mediante la gimnasia y las artes de las Musas, empezando por la música y el arte de los discursos (fábulas que inculcarán en ellos las ideas que deban tener cuando lleguen a la edad adulta). Lo primero que aprenderán será el concepto de la divinidad, basada no en los textos de las invenciones poéticas de Homero y Hesíodo (que desfiguran a los dioses representándolos como padres injustos), sino en un Dios esencialmente benéfico, que no engaña ni muda. Esta religión a una naturaleza divina perfecta constituye el primer objeto de la educación, desde el que se penetrará la inteligencia de los futuros defensores del Estado.
El gran mérito de la injusticia consiste en parecer justo sin serlo.
Libro III
Tras la religión, los futuros guerreros deberían ser educados en el valor, y serían apartados de las pinturas o los poemas en que se describan los castigos y suplicios que inspiran el miedo a la muerte. Platón desterraría también de la educación la narración imitativa, prohibiendo por tanto la tragedia y la comedia, porque desfiguran la verdad sencilla y enseñan a desempeñar un papel (y salir de la propia condición, vicio funesto en un Estado en que cada uno debe tener su oficio y su posición). Tampoco serían admitidos los poetas, que serían expulsados tras ofrecer a su genio un brillante homenaje. El discurso debe ser sencillo y directo, y sus palabras responderán a una armonía y un ritmo simple y varonil. También se necesitaría una gimnasia varonil y vigorosa, que ejercitaría el cuerpo sin exceso, y un alimento fácil, sin condimentos refinados.
El ejército, por otra parte, necesitará jefes, y el Estado necesitará a su vez una magistratura soberana. Los primeros serán aquellos ancianos que se hayan mantenido fieles al Estado (buscando lo ventajoso); y de entre ellos se escogerá un jefe para el Estado. Toda esta organización tiene, por supuesto, algunas objeciones: Primero, que la educación de los guerreros y de los magistrados parece muy alejada del grueso de la población, y sólo alcanzable por la aristocracia. Segundo: incluso suponiendo una aptitud igual en toda la población, ¿hay necesidad de enseñanza para las clases inferiores, como labradores u obreros? Tercero: si la clase dirigente se aparta tanto del resto, ¿no los despreciará? A esto responde Sócrates (es decir, Platón) con la vigilancia en la educación: todos los jóvenes se educarán fraternalmente, pero pronto nacerán diferencias entre ellos; la duración de la educación dependerá de la aptitud o incapacidad de cada joven, y sólo será completa para los mejores. Por otra parte, de una generación a la siguiente los puestos no se perpetuarán, y cada hijo será tratado de la misma forma, desde cero. Además, los guerreros no poseerán nada propio, y vivirán todos juntos como soldados en campaña, a expensas del Estado pero sin vicios ni adornos.
Libro IV
Para Adimanto, este privilegio de la aristocracia guerrera llega a un precio demasiado alto: la vida dura de los mercenarios, no de los ciudadanos. Sócrates indica que su felicidad no importa, pues se supedita al bien del Estado. Lo importante es que cada ciudadano y cada clase se mantenga en su puesto, y con esto asegurado cada uno gozará de la felicidad ligada a cada condición. Se fundamentan así diversas leyes económicas: contra la opulencia y la pobreza, contra la extensión excesiva de los límites del Estado, contra innovaciones en la educación,... Pero no se crean leyes para arreglar las relaciones puramente civiles, como compraventas, comercio o contratos, pues una de dos: o la educación pública consigue crear unos ciudadanos justos (y en ese caso todo se arreglará decorosamente sin necesidad de leyes entre ellos) o estarán corrompidos (y en ese caso los reglamentos no servirán, pues serán evitados o contravenidos).
Fundado ya el Estado, resta conocer en que residen la justicia y la injusticia. Si el Estado está bien constituido, deberá tener todas las virtudes: prudencia, valor, templanza y justicia; determinadas las tres primeras, lo que quede no puede ser otra cosa sino la justicia. La prudencia estará en manos de la clase dirigente; y la fortaleza puede encontrarse en los guerreros. La templanza, una especie de acuerdo y armonía, se encuentra también en el Estado, entre los que deben gobernar y los que deben obedecer, si hay concierto entre ellos. Lo que queda es la justicia, y es precisamente en lo que se fundamenta este Estado: que cada uno se ocupa de su propia posición. La confusión de papeles produce el trastorno y la ruina del Estado; es decir, la injusticia.
Demostrado esto para el Estado, queda compararlo con la situación del alma individual. Las disposiciones morales son las mismas en el individuo que en el Estado: el individuo también está dotado con la prudencia (si su parte racional ordena lo que conviene), la valentía (si su parte irritable se subordina a la racional) y la templanza (si reina el acuerdo entre éstas y la parte irracional). Si cada una de las tres partes se ocupa de su oficio, sin mezclarse, entonces también está dotado de justicia. En el «ansia de usurpar» nacen la ignorancia, la cobardía y la intemperancia. De aquí, resulta obvio que es preferible ser justo, conocido como tal o no, antes que ser injusto, aunque sea impunemente.
El capítulo se cierra con una consideración sobre las formas del vicio que la injusticia desenvuelve, sea en el Estado, sea en el ser humano: son muchos, mientras que la forma de la justicia es única. Esto otorga superioridad a la justicia, pues se ha repetido ya varias veces que la unidad moral y racional es la condición de un buen gobierno.
Libro V
Polemarco y los otros llaman la atención de Sócrates sobre un punto que él sólo había nombrado: la comunidad de las mujeres y de los hijos entre los guardadores del Estado, y la educación de los niños en el intervalo entre su nacimiento y la educación propiamente dicha. Platón presenta aquí un punto de su doctrina que sabe extraño, y que causará rechazo, e intenta valerse de su arte y de rodeos casi infinitos. Al asentimiento tácito de los interlocutores de Sócrates en los capítulos precedentes, le sustituye una enconada discusión, y el arte del filósofo se ve obligado a abrirse paso a través de escrúpulos y objeciones.
En primer lugar, las mujeres participarán de todos los ejercicios de los guerreros, en la medida de su capacidad (como lo era para los hombres). Se ganan así numerosos y excelentes ciudadanos de ambos sexos. La segunda ley a este respecto es más dolorosa: las mujeres serán comunes para los hombres, todas y para todos, no habitarán con ninguno en particular, y sus hijos también serán comunes y no conocidos por su padre individualmente. Para Platón, demostrar que es útil es más fácil que demostrar que es posible, así que la supone establecida para explicar sus ventajas: se formarán uniones entre jóvenes, que convivirán y recibirán la misma educación; pero estas uniones no serán casuales, sino establecidas por los magistrados al acercar caracteres análogos. Por otra parte, los hijos de los mejores ciudadanos serán conducidos al redil común y confiados a la guarda de hombres y mujeres encargados de su cuidado; pero los deformes y los hijos de parejas inferiores serán encerrados en un lugar oculto {idea tomada de la inhumana legislación de Esparta}. Pasada la edad de los matrimonios, el comercio entre los sexos será libre, pero bajo la condición de que no habrán de nacer hijos. La ventaja de este sistema sería la de suprimir otra nueva causa de posible división en el Estado. Así, la comunidad de bienes y de mujeres, conlleva también comunidad de placeres y de penas, y por tanto todos los miembros del Estado trabajarían unidos por el bien en sí.
Tras hablar de cómo se haría la guerra por el Estado, finalmente, llega la pregunta de si es posible este Estado. La respuesta es afirmativa, siempre que los filósofos sean los reyes o los reyes se conviertan en filósofos. Se diferencian tres tipos de personas, como se ha visto ya en otros diálogos: los ignorantes, que nada saben; los que creen saber, que en lugar de ciencia tienen opiniones; y los verdaderos sabios, que se aplican al conocimiento del ser en sí y poseen la ciencia de lo justo y lo injusto.