Ilíada, canto sexto: Coloquio de Héctor y Andrómaca

Quedan solos los guerreros tras partir los diferentes dioses al Olimpo, y vuelven a sucederse las muertes en el bando troyano. Destacamos, como ejemplo paradigmático de todas ellas, las dos primeras que aparecen en el presente capítulo:
Ayante Telamonio, antemural de los aqueos, rompió el primero la falange troyana e hizo aparecer la aurora de la salvación entre los suyos, hiriendo de muerte al tracio más denodado, al alto y valiente Acamante, hijo de Euroso. Acertóle en la cimera del casco guarnecido con crines de cabaño, la lanza se clavó en la frente, la broncínea punta atravesó el hueso y las tinieblas cubrieron los ojos del guerrero.
Diomedes, valiente en el combate, mató a Axilo Teutránida, que, abastado de bienes, moraba en la bien construida Arisbe; y era muy amigo de los hombres, porque en su casa situada cerca del camino, a todos les daba hospitalidad. Pero ninguno de ellos vino entonces a librarle de la lúgubre muerte, y Diomedes le quitó la vida a él y a su escudero Calesio, que gobernaba los caballos. Ambos penetraron en el seno de la tierra.
La primera vale como ejemplo de la descripción de heridas típica en Homero. Son muchas las formas de morir de los guerreros (aunque muchas se repiten, rasgo que corresponde al género épico -que debe ser cantado en público y, por tanto, usa de repeticiones para facilitar la memoria-), pero en algunas ocasiones las heridas aparecen descritas con un rigor que roza lo médico. Nos lleva a preguntarnos si tendría el poeta acceso a los heridos de guerra, ya como participante en la batalla, ya como físico. Por su parte, la segunda muerte es a su vez ejemplo de la narración de una experiencia vital (que termina) en sólo un par de rasgos. El autor nos describe a un personaje muy vivo, justo en el punto en que es eliminado por sus enemigos. Recurso éste que provoca una sensación de realidad muy profunda, a pesar de la aparente superficialidad de las palabras.
Heleno, augur e hijo de Príamo, exhorta a Eneas y a Héctor, encargándole a éste que acuda a la ciudad para que realicen un sacrificio a Atenea, de tal forma que calme la furia de Diomedes. Héctor anima a sus tropas:
-¡Animosos troyanos, aliados de lejanas tierras venidos! Sed hombres, amigos, y mostrad vuestro impetuoso valor, mientras voy a Ilión y encargo a los respetables próceres y a nuestras esposas que oren y ofrezcan hecatombes a los dioses.
Luego Glauco se enfrenta a Diomedes. Al no conocerle éste, le pregunta por su linaje. Se produce así una leve digresión sobre Belerofonte (matador de la Quimera y domador de Pegaso). Belerofonte resulta haber sido antiguo huesped del padre de Diomedes, y así deciden ambos héroes no acometerse en la batalla.
-(...) Esparce el viento las hojas por el suelo, y la selva, reverdeciendo, produce otras al llegar la primavera; de igual suerte, una generación humana nace y otra perece.
Héctor entra en Troya, donde es acosado a preguntas por los hijos y las madres de los que combaten. Solicita a su madre que realicen el sacrificio, aunque Atenea no accede al ruego.
-(...) No me atrevo a libar el negro vino en honor de Zeus sin lavarme las manos, ni es lícito orar al Cronión, el de las sombrías nubes, cuando uno está manchado de sangre y polvo.
Visita luego Héctor la casa de Paris, injuriándole para que salga a pelear. A continuación marcha a su propia casa buscando a su mujer, a quien encuentra en la torre, vigilando llorosa la batalla.
-¡Desgraciado! Tu valor te perderá. No te apiadas del tierno infante ni de mí, infortunada, que pronto seré tu viuda; pues los aqueos te acometerán todos a una y acabarán contigo.
Sigue luego un breve diálogo entre los esposos, en el que encontramos al delicado padre y amantísimo esposo que es Héctor.
-(...) día vendrá en que perezca la sagrada Ilión, Príamo y el pueblo de Príamo, armado con lanzas de fresno. Pero la futura desgracia de los troyanos (...) no me importa tanto como la que padecerás tú cuando alguno de los aqueos, de broncíneas corazas, se te lleve llorosa, privándote de libertad (...).

Ilíada, canto quinto: Principalía de Diomedes

En esta ocasión, vamos a presenciar (aún más que en otras ocasiones) cómo el poder de los dioses domina el destino de los hombres.
Entonces Palas Atenea infundió a Diomedes Tidida valor y astucia para que brillara entre todos los argivos y alcanzase inmensa gloria, e hizo salir de su casco y de su escudo una incesante llama parecida al astro que en otoño luce y centellea después de bañarse en el Océano.
Así comienza el capítulo centrado en Diomedes. En primer lugar, vence a los hermanos Fegeo e Ideo, matando al primero y haciendo huir al segundo, apoderándose de su carro, y atemorizando a los teucros. Aprovechan los asaltantes para matar a algunos durante la retirada, aunque Pándaro, el hijo de Licaón, hiere a Diomedes en el hombro con una flecha. Éste lanza una plegaria a Atenea, que le anima el cuerpo y la mente, encomendándole que, si ve a Afrodita, trate de herirla. Vuelve al combate, renovado, y mata a varios combatientes (casualmente, son cuatro parejas de hermanos).
Por la parte troyana, Eneas busca a Pándaro para hacerle disparar, pero éste no está convencido.
-(...) vine como infante a Ilión, confiando en el arco que para nada me había de servir. Contra dos próceres lo he disparado, el Tidida y el Atrida; a entrambos les causé heridas, de las que manaba verdadera sangre, y sólo conseguí excitarlos más. Con mala suerte descolgué del clavo el corvo arco el día en que vine con mis teucros a la amena Ilión para complacer al divino Héctor. Si logro regresar y ver con estos ojos mi patria, mi mujer y mi casa espaciosa y de elevado techo, córteme la cabeza un enemigo si no rompo y tiro al relumbrante fuego este arco, ya que su compañía me resulta inútil.
Pero Eneas le hace subir a su carro para enfrentarse a Diomedes, que les espera en la llanura.
-No me hables de huir, pues no creo que me persuadas. Sería impropio de mí batirme en retirada o amedrentarme. Mis fuerzas aún siguen sin menoscabo. Desdeño subir al carro, y tal como estoy iré a encontrarlos, pues Palas Atenea no me deja temblar.
En el cruce de lanzas, Diomedes mata a Pándaro. Eneas baja del carro para proteger el cadáver, pero Diomedes le lanza un pedrazo, hiriéndole en la rodilla y echándolo al suelo. Se aparece entonces Afrodita para proteger a su hijo Eneas, llevándoselo del combate.
Diomedes les persigue, hiriendo a la diosa y tratándola como inferior, al no ser deidad combativa. Iris se lleva entonces a Afrodita, a quien Ares cede el carro para volver al Olimpo. Afrodita se echa en brazos de su madre Dione.
-A ese le ha excitado contra ti Atenea, la diosa de ojos de lechuza. ¡Insensato! Ignora el hijo de Tideo que quien lucha con los inmortales ni llega a viejo ni los hijos le reciben llamándole padre y abrazando sus rodillas, de vuelta del combate y de la terrible pelea.
Mientras tanto, Diomedes sigue acosando a Eneas, que ha sido entregado a Apolo, pero el dios le increpa y el Tidida retrocede.
Ares enardece los ánimos de los troyanos y sus aliados. Héctor, picado por las palabras de Sarpedón, anima a su ejército a combatir. Las muertes vuelven a sucederse por ambos bandos, pero sobre todo perpetradas por la pareja formada por Héctor y Ares.
Atenea toma las armas de Zeus, y marcha al combate con Hera manejando el carro. Atenea vuelve a enardecer a Diomedes, y unidos, hieren a Ares. Éste asciende al Olimpo y se queja también a Zeus, quien le refrena y manda que le curen.
Hera argiva y Atenea alalcomenia regresaron también al palacio del gran Zeus cuando hubieron conseguido que Ares, funesto a los mortales, de matar hombres se abstuviera.

Ilíada, canto cuarto: Violación de los juramentos. Agamenón revista las tropas

Los dioses reunidos debaten sobre el destino de Troya. Zeus piensa en finalizar la lucha, pero Hera no desea que su trabajo (al reunir los ejércitos aqueos) quede en vano, y prefiere ver caer a Príamo y sus hijos. Zeus cede ante sus razones, y envía a Atenea para que haga romper los juramentos a los teucros.
Atenea se presenta a Pándaro, hijo de Licaón, y le convence para lanzar una flecha sobre Menelao.
Armado así, rechinó el gran arco circular, crujió la cuerda y saltó la puntiaguda flecha deseosa de volar sobre la multitud.
La propia Atenea se encarga de desviar la flecha para que Menelao sea alcanzado donde la coraza era doble, y el héroe es herido, pero no de gravedad. Su hermano Agamenón, maldiciendo a los troyanos, se preocupa por él y manda a buscar un médico, aunque nunca olvida su orgullo.
Pero será grande mi pesar, ¡oh Menelao!, si mueres y llegas al término fatal de tu vida, y he de volver con gran oprobio a la árida Argos.
Con su hermano en manos del físico, Agamenón se encarga de recorrer las filas de los aqueos, animándolos o increpándolos según el caso: se nos refiere en concreto las palabras a Idomeneo, a los Ayantes, a Néstor,...
¡Oh anciano! ¡Así como conservas el ánimo en tu pecho, tuvieras ágiles las rodillas y sin menoscabo las fuerzas! Pero te abruma la vejez, que a nadie respeta. Ojalá que otro cargase con ella y tú fueras contado en el número de los jóvenes.
...a Menesteo y Ulises, y por último a Diomedes y Esténalo.
Luego ambos ejércitos avanzan uno contra otro.
Allí se oían simultáneamente los lamentos de los moribundos y los gritos jactanciosos de los matadores, y en la tierra manaba sangre.
Se nos narran, como colofón al episodio, un puñado de muertes ocurridas en el intercambio inicial de ataques, en tan rápida sucesión que consiguen dar una idea del ajetreo y el caos de la batalla. Y sin embargo, uno de los rasgos importantes de estas muertes es que en ocasiones logran contar algún dato sobre el luchador. Por ejemplo, de dónde viene su nombre, o a qué se dedicaba antes de acudir a la guerra.