Este discurso se enfrenta, con toda probabilidad, a la acusación de un particular con ocasión del escrutinio de un inválido. Respecto a este tipo de juicios de «examen», nos dice Aristóteles (en la Constitución de los atenienses) que hay, en efecto, una ley que dispone que los que poseen menos de tres minas y están impedidos físicamente de manera que no pueden realizar ningún trabajo, los examine el Consejo y se les conceda, a costa del fisco, dos óbolos diarios a cada uno como alimento.
El discurso revela una vez más la oculta maestría de Lisias, su artificiosa falta de arte. La obra es un notable ejemplo de etopeya (descripción del ethos de un personaje), un retrato magistral de una de las personas que pululaban por las calles de Atenas en los albores del IV aC: un inválido de edad mediana, tirando a anciano, apoyado en dos bastones (quizá para exagerar su invalidez), con un local cerca del ágora donde se congregan sus amigotes (gente con dinero adquirido no se sabe por qué medios). Simpático y dicharachero, pero un simple pícaro aprovechado desde la óptica del acusador.
Lleva ya varios años cobrando el subsidio, cuando se encuentra con alguien que objeta su examen (tal vez, otro truhán vengativo). Este acusador presenta tres objeciones: que no es inválido; que no carece de medios de vida al tener un oficio; y que es un sinvergüenza. Este tipo de juicio, que en la actualidad dirimiría una opinión médica, en Atenas debe resolverse, como siempre, con una pugna verbal para ver quién habla mejor ante los jueces. El inválido trata de desmontar las acusaciones a través de reducciones al absurdo, en ocasiones mediante el planteamiento de supuestos grotescos, como «si yo no fuera inválido podría entrar en el sorteo de los arcontes» o «si yo fuera rico, éste aceptaría un intercambio de bienes conmigo».
Poco me falta para estarle agradecido a mi acusador por haberme proporcionado este proceso. En efecto, si antes no tenía un pretexto para dar cuenta de mi vida, ahora lo he recibido gracias a éste.
Y es que sería extraño, consejeros, el que, cuando mi desgracia era simple, entonces se me viera recibir este dinero; y que, en cambio, me vea privado precisamente ahora que tengo encima a la vejez, las enfermedades y cuantas calamidades les acompañan.
Y es que los ricos pueden comprar con dinero el librarse de los procesos, mientras que los pobres, debido a su pobreza, se ven obligados a conducirse con moderación.
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