Es comúnmente aceptado que éste es el discurso más notable de Lisias. Es el único de los conservados que le atañe directamente, y constituye un valioso documento no sólo para iluminar un tanto su biografía, sino también la vida en Atenas durante el gobierno de los Treinta. De gran extensión, es además el más cuidado y pulido.
El discurso fue pronunciado seguramente durante el proceso de rendimiento de cuentas de Eratóstenes, después de que se firmaran los Pactos del Pireo y la amnistía general para los Treinta, y en ese breve tiempo en que Lisias fue ciudadano (ya que un simple meteco no hubiera podido intervenir en un proceso contra un ciudadano).
Éste es su contenido estructurado:
El exordio (1-3) se abre con una hipérbole/antítesis algo habitual, que relaciona la gravedad del asunto con la escasez de fuerzas del orador, así como con el escaso tiempo disponible para pronunciar el discurso. Otro tópico asocia a su causa a la ciudad entera, tratando de comprometer a los jueces con el asunto de los Treinta, que serán identificados con Eratóstenes.
Sigue la narración (4-21), en la que la descripción de los hechos (su detención y la de su hermano, y la muerte de éste) se entrelaza con juicios de valor y sucesos deducibles de la situación, pero difícilmente demostrables (incluyendo conversaciones de los Treinta y sus intenciones respecto a los metecos).
La demostración (22-98) está precedida por una corta transición (22-23), en la que plantea la acusación concreta contra Eratóstenes. Sigue un interrogatorio al acusado (24), cuyas respuestas constituyen la base argumentativa de esta primera parte (25-34): Eratóstenes admite que detuvo a Polemarco, sabiéndolo injusto pero actuando contra su voluntad. Lisias alega que no es creíble que los Treinta se lo ordenaran si de verdad se hubiera opuesto a ello; que es inaceptable que los Treinta aleguen que cumplen las órdenes de los Treinta; que pese a todo pudo salvarlo, pues halló a Polemarco en la calle; que se podría perdonar el caso si hubiera sido para salvar el pellejo (lo que no sucedía); y que las palabras del acusado no deben creerse, sino atendiendo a los hechos. Así que Eratóstenes deberá demostrar que no lo hizo, o que lo hizo con justicia, lo que acaba de negar.
Lisias se vuelve ahora a los jueces (35-36), temiendo su benevolencia o la influencia de los amigos del acusado, y les recuerda que el juicio sentará precedentes; y compara antitéticamente a los Treinta con los generales de las Arginusas (condenados a muerte a pesar de su victoria, por no haber recuperado los cadáveres del mar). Se retoma el estilo narrativo para relatar la vida de Eratóstenes (37-61), siempre enjuiciada subjetivamente y mezclando indiscriminadamente al acusado con el resto de los Treinta, usando a los testigos para ilustrar lo que va contando.
(...) es propio de las mismas personas el causar personalmente toda clase de daños y el aplaudir a hombres así.
La tercera parte de la demostración (62-78), anunciada previamente (en 51), trata de destruir las alegaciones que presumiblemente hará el acusado en su defensa, centrándose sobre todo en su amistad con Terámenes (cabeza de los moderados, condenado a muerte por los radicales). De ahí que se base en una demolición de esa figura idealizada, presentándola como a la de un arribista ambicioso y amoral, que apoyó la oligarquía en contra del bien de la ciudad.
La última parte (79-99) será una nueva apelación a los jueces en la que desaparece el motivo del proceso (la muerte de Polemarco) y plantea la causa como una ocasión para vengarse de los Treinta en la persona de Eratóstenes.
Por otra parte, merece la pena ver a sus testigos, quienes, declarando en su favor, se acusan a sí mismos.
El epílogo (99-100), célebre ya en la Antigüedad por su final asindético, opone el voto de los jueces frente al juicio de los muertos y de los dioses, cuyos templos habían sido destruidos y profanados.
Pondré fin a mi acusación. Habéis oído, visto, sufrido. Lo tenéis. Juzgadlo.
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