Este discurso está considerado como una pequeña obra maestra de la oratoria. Nunca se cuestionó su autenticidad, y precisamente se considera el mejor espécimen del estilo lisíaco. No se conoce su fecha de composición, pero la alusión al «restablecimiento de los poderes del Areópago» lo sitúan con posterioridad al 403 aC.
Se trata de una defensa en un proceso de homicidio, probablemente con premeditación, aunque no conocemos con exactitud la acusación, pues como es habitual sólo contamos con el discurso de una de las partes. Eufileto, ciudadano acomodado de Atenas y perteneciente a la clase de los propietarios, casado y con un hijo, tuvo el conocimiento de que su mujer lo engañaba con un galán llamado Eratóstenes. Un día, tras ponerse de acuerdo con su esclava, salió de casa en busca de testigos y regresó para encontrar a los adúlteros en la cama. Pese a los intentos de Eratóstenes de llegar a un acuerdo económico (como dictan las leyes del Estado), Eufileto le dió muerte allí mismo. Ésta es la versión del propio acusado, pero la familia de Eratóstenes se ha presentado con la versión de que Eufileto atrajo a la víctima a una trampa por medio de la esclava, con la intención de ventilar una antigua querella.
La estructura del discurso es modélica, con un equilibrio entre las cuatro partes que no suele ser común ni siquiera en Lisias: cuatro párrafos para el exordio, veinte para la narración, otros veinte para la demostración (con dos partes iguales) y cinco para el epílogo. En el exordio, conciso y directo, Eufileto se presenta no como un homicida, sino como un marido burlado, amplificando hasta la hipérbole la gravedad del adulterio. La narración, un relato subjetivo, incompleto y parcial de los hechos es ya en sí una hábil defensa al presentar al acusado como un hombre sencillo, inocente, buen esposo, que no tiene más remedio que salvar la honra. Comienza describiendo su matrimonio, adelantando la corrupción de su mujer; sigue un relato de la vida familiar y su inocencia para no advertir que está siendo engañado; aparece una celestina que le abre los ojos; la relación de los hechos se acelera hasta llegar a una descripción casi cinematográfica del crimen. Finalmente engarza con la argumentación negando las acusaciones sobre que preparara una trampa. Luego usa los testigos para demostrar que Eratóstenes reconoció su culpa, y luego aduce una de las viejas leyes de Dracón según la cual el que sorprende a un adúltero puede quitarle la vida impunemente. En la segunda parte de la demostración aduce pruebas débiles para rechazar que fue una trampa (el hecho de que invitó a un pariente a cenar), puesto que eso lo convertiría en un crimen premeditado, cuya pena sería capital; así como para demostrar que no tenía enemistad previa con la víctima (ya que no existió pleito alguno entre ambos). Finalmente, en el epílogo, sobrio pero firme, asocia su causa a la de todo el Estado y pide a los jueces que, si la ley que él ha cumplido es injusta, la cambien.
Y es que si no, concederéis a los adúlteros tal libertad que incluso incitaréis a los ladrones a que digan que son adúlteros, porque sabrán que, si aducen tal culpa contra sí y afirman entrar en las casas ajenas con este fin, nadie les pondrá la mano encima.
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