El discurso compuesto en honor de los caídos en la guerra lamíaca, quizá el último escrito por Hiperides, fue pronunciado en 322 aC, durante los funerales públicos acostumbrados entre los atenienses.
La obra fue muy admirada en la Antigüedad, aunque algunos críticos modernos la tachan de ser artificiosa y fría. Sin embargo, debe notarse que bajo las normas del discurso fúnebre se oculta la sinceridad inspirada del autor. El género del discurso fúnebre, uno de los principales dentro de la oratoria de aparato, tenía unas reglas rígidas y convencionales, como la confesión del orador sobre su incapacidad para realizar la tarea, la alabanza a los muertos, la consolación a los afligidos familiares, o el tributo a los antepasados y a la gloria de la ciudad. Sin descuidar estas reglas, Hiperides supo ser innovador, por ejemplo cuando centra la alabanza en un solo hombre, el general Leóstenes, al que parangona con la propia ciudad de Atenas, o cuando alude a la vida del Más Allá, algo ajeno al género.
El discurso resulta también una obra de carácter político, al exhortar a los ciudadanos a finalizar la empresa por la que habían caído Leóstenes y los suyos, lo que aseguraría la libertad de Atenas y de Grecia.
Esta es la sinopsis del discurso, siguiendo la numeración de sus epígrafes:
- 1-3. Exordio. Contraste entre la inhabilidad del autor y la grandeza de la tarea que se le ha confiado. División del argumento.
- 4-9. Aspectos usuales de los discursos fúnebres, como el elogio de Atenas, y de la raza y educación de los caídos.
- 10-14. Elogio de Leóstenes, con el resumen de sus acciones de guerra.
- 15-16. Las alabanzas a los soldados están indisolublemente unidas a las de su jefe.
- 17-26. Motivos que encendieron en los combatientes el valor y el coraje. «En efecto, nunca persona alguna, de las que vivieron, luchó ni por una causa más bella, ni contra enemigos más poderosos, ni con menores medios».
- 27-40. Solemne glorificación de los caídos.
- 41-43. Epílogo. «Es difícil tal vez consolar a los que están en medio de tales padecimientos; pues las aflicciones no se calman ni con la palabra ni con la ley; antes bien, la naturaleza de cada uno y el afecto hacia el muerto fijan el límite de su penar».
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